martes, 10 de noviembre de 2009

Nostalgia de las cinco de la tarde

Uno de los momentos mágicos del día tiene lugar todas las tardes a las cinco, cuando los niños que viven más cerca de la misión invaden el espacio de los padres blancos y, durante dos horas, se hacen dueños del patio central.

Echo de menos las cinco de cada tarde cuando, con puntualidad británica, el siempre relativo silencio de St. Mary se rompe con risas y voces infantiles.
Añoro los abrazos espontáneos y sudorosos de los niños; y las manos pegajosas que se aferran con tanta fuerza que a veces duele.
Veo sus juegos pintados en la arena; circuitos de tierra seca. Y los dedos que golpean con acierto las canicas desconchadas y las chapas de colores, rojas y amarillas.
Siento nostalgia de ese columpio de cuerda deshilachada, incapaz, al final, de aguantar tanto vaivén. Y de esas piedras que cobran vida, convertidas en coches, en autobuses o en camiones. Y del balón deshinchado con el que los más pequeños emulan a los mayores. Y del rico café de barro y hierba…
Echo de menos, también, las charlas adolescentes. Y el aire lleno de hormonas desbocadas. Y las miradas que no se quieren cruzar, pero se cruzan. Y las risas afectadas…
Y recuerdo a los más tímidos, que no llaman la atención, pero la buscan con los ojos. Y lamento no haberme fijado más en ellos, no haber acudido a su llamada silenciosa.
Va pasando el tiempo y la nostalgia crece, pero la ausencia ya no duele tanto. Las memorias van llenando el enorme vacío de los primeros días. Y los correos de abba Melaku hacen que la distancia sea más corta.