No vamos a entrar en la corrección lingüística, porque, si te quieres hacer entender en Wukro, lo mejor es prescindir de la mayoría de las reglas gramaticales. La relación con Yerusalem fue así: un inglés que hubiera espantado a los más (y a los menos) académicos, mucho lenguaje no verbal y una cabeza plagada de hongos, que nos permitió pequeños ratos de intimidad cada tarde.
Yerusalem es una niña muy tímida a la que no es fácil arrancar las palabras. Se agarra con fuerza de la mano y mira intensamente todo lo que le rodea. Yerusalem vive a la sombra de su hermana pequeña, Fiori, que con su simpatía y gracejo se lleva todo y a todos por delante. A Fiori no hace falta insistirle para que te haga una gracia; le sale natural. Ella es así. A Yeru, sí. Siempre en un segundo plano, necesita un empujón para lanzarse a cantar y bailar. Y cuando lo hace, como todos los tímidos, sorprende.
Durante días, vimos a Yerusalem con la cabeza siempre tapada; si no con una capucha, con un pañuelo... Fue su abuela la que nos descubrió lo que ocultaba. Entre las trenzas, el cuero cabelludo albergaba tal cantidad de hongos, que resultaba difícil atisbar un trocito de piel. Al día siguiente, comenzó nuestra estrecha relación. A primera hora de la tarde pedí ayuda a Gebre Silassie, que desde hace años ejerce de peluquero de los niños. Había que rapar a Yeru para empezar con el tratamiento. La falta de luz impidió usar la maquinilla, pero las tijeras son infalibles…
Gebre, a sus diecisiete años, es un chico responsable y concienzudo, que demuestra más madurez que muchos adultos. Durante un buen rato se afanó en cortar con destreza el pelo de la niña, sin que un solo gesto de desagrado asomase a su cara. Yerusalem, que observaba silenciosa cómo sus trenzas caían al suelo, se puso en sus manos y él no traición nuestra confianza. Cortó todo lo que pudo y dejó al aire una “plantación” que hubiera hecho las delicias de cualquier micólogo.
Yerusalem es una niña muy tímida a la que no es fácil arrancar las palabras. Se agarra con fuerza de la mano y mira intensamente todo lo que le rodea. Yerusalem vive a la sombra de su hermana pequeña, Fiori, que con su simpatía y gracejo se lleva todo y a todos por delante. A Fiori no hace falta insistirle para que te haga una gracia; le sale natural. Ella es así. A Yeru, sí. Siempre en un segundo plano, necesita un empujón para lanzarse a cantar y bailar. Y cuando lo hace, como todos los tímidos, sorprende.
Durante días, vimos a Yerusalem con la cabeza siempre tapada; si no con una capucha, con un pañuelo... Fue su abuela la que nos descubrió lo que ocultaba. Entre las trenzas, el cuero cabelludo albergaba tal cantidad de hongos, que resultaba difícil atisbar un trocito de piel. Al día siguiente, comenzó nuestra estrecha relación. A primera hora de la tarde pedí ayuda a Gebre Silassie, que desde hace años ejerce de peluquero de los niños. Había que rapar a Yeru para empezar con el tratamiento. La falta de luz impidió usar la maquinilla, pero las tijeras son infalibles…
Gebre, a sus diecisiete años, es un chico responsable y concienzudo, que demuestra más madurez que muchos adultos. Durante un buen rato se afanó en cortar con destreza el pelo de la niña, sin que un solo gesto de desagrado asomase a su cara. Yerusalem, que observaba silenciosa cómo sus trenzas caían al suelo, se puso en sus manos y él no traición nuestra confianza. Cortó todo lo que pudo y dejó al aire una “plantación” que hubiera hecho las delicias de cualquier micólogo.