viernes, 8 de abril de 2011

Unas gafas de pasta inútiles

El Museo del Genocidio de Tuol Sleng se localiza en Phonm Pehn, la capital de Camboya. Fue construido para albergar las aulas de un colegio de secundaria pero, durante los años del régimen comunista del Jemer Rojo, liderado por Pol Pot, uno de los más sanguinarios genocidas de la historia, se utilizó como centro de detención y tortura. Se calcula que, entre 1975 y 1979, fueron asesinados allí cerca de  20.000 camboyanos acusados de deslealtad al régimen. Entrar en la que entonces se conocía como la Prisón de Seguridad S-21, era una sentencia de muerte segura. Solo cuatro personas sobrevivieron al horror.

El próximo 15 de abril se cumplen 13 años de la muerte de Pol Pot, acusado de acabar con la vida de unos dos millones de camboyanos. Se dice que el genocida murió en su cama tras conocer la noticia de que iba a ser entregado a un tribunal internacional para ser juzgado por sus atrocidades. Nunca se arrepintió se sus crímenes.

Visité el Tuol Sleng durante un viaje a Camboya hace casi siete años. Reconozco que fui incapaz de recorrer más de dos de sus estancias. La visión de los paneles con las fotografías de los prisioneros que allí estuvieron detenidos y torturados hasta la muerte me causó un horror que, todavía hoy, me hace estremecer.

Hace tiempo que escribí algo parecido a un relato sobre ello. Es pura ficción, pero bien podría haber sido real.


Camina despacio, muy despacio, arrastrando con esfuerzo los pies por unos pasillos, tan limpios y relucientes que permiten contemplar el horror por duplicado: arriba y abajo. No sabe por qué, pero quiere verlo todo. Cada pabellón, cada uno de los lugares donde sus compatriotas fueron humillados y torturados hasta la muerte, durante los años en que estuvieron dominados por ese monstruo llamado Pol Pot. Las deterioradas fotografías, ejemplo en blanco y negro de los límites a los que puede llegar la maldad humana, se reflejan, como sombras deformes, en las grandes baldosas que cubren el suelo del Museo Tuol Sleng. Un silencio impresionante reina en el lugar.
Las paredes, testigos mudos de años de tormento y crueldad, guardan secretos inconfesables. Gritos de odio, de dolor, de impotencia. Nadie habla. El ambiente del que fuera el mayor centro de detención y tortura del Jémer Rojo es sobrecogedor. El señor Kora se siente cada vez más incómodo. No comprende qué impulso le ha llevado a visitar ese lugar. Los recuerdos golpean su memoria, hasta hacerle daño.

Nunca antes había estado en un sitio así. La verdad es que esta es la primera vez que pasa tanto tiempo fuera de su aldea, que está allá lejos, al sur de Camboya, en Kampot. Casi se arrepiente de haberse dejado convencer por su hija Lyn para acompañarla en su viaje a Phon Pehn. Comienza el cuarto panel. Más de lo mismo. Cientos de caras; hombres, mujeres, niños, ancianos... Rostros casi iguales, sin expresión. Anónimos para la mayoría, como todos los anteriores. Llorados y recordados por unos pocos. Arrebatados sin piedad de sus hogares y privados sin motivo de sus vidas. De repente, un escalofrío sacude el cuerpo del señor Kora. “Imposible”, piensa. Se ajusta las lentes y acerca la nariz al cristal. “Habrá sido un reflejo. Tiene que ser eso”. Mira de nuevo la fotografía de la tercera fila. “Es él; sin duda es el señor Mam”. La expresión bondadosa de su joven rostro y las grandes gafas de pasta negra le hacen inconfundible. Le sobreviene una nausea. ¡Ay esas gafas! Esos inútiles anteojos causantes involuntarios de tanto daño. Sacude la cabeza y vuelve a mirar. Ahí está. Casi le parece verle sonreír, como si él también le hubiera reconocido después de tanto tiempo. Una lágrima le recorre el rostro. Acaba de confirmar lo que siempre supo, pero nunca quiso creer: su amigo, el señor Mam, no había volado en busca de un tesoro en su pájaro azul. No había sobrevolado los campos de arroz hasta alcanzar el arcoíris. Su cuerpo no descansaba en una nube, sino enterrado, junto a otros muchos, en alguna de las fosas comunes que, durante años, cavaron muchachos como él, esos a los que ahora llaman niños soldado. Respira profundo. Debe salir de allí, esperar fuera de ese funesto lugar a que Lym venga a recogerle.


Apoyado en el respaldo de uno de los bancos de hormigón del jardín del museo, el señor Kora recuerda, como ha recordado casi cada día durante años, el ritual de todos los atardeceres en el pueblo: después del trabajo en los campos de arroz, tras asearse, el señor Mam sacaba con cuidado el gran libro de ilustraciones coloreadas, que guardaba en el rincón más seguro de su casa y, cargando con él, se dirigía a sentarse en una banqueta bajo el gran árbol de coco, donde le esperaba su audiencia expectante. Se calaba las gafas de pasta negra y comenzaba su historia. Nunca repitió un cuento, a pesar de de los muchos que relató. Y tampoco cambió de libro. Ese tesoro ilustrado era el único que jamás tuvieron en el pueblo.

Todos en la villa sabían que los pájaros azules, los valientes guerreros y los dragones no salían de las páginas del libro, sino de la imaginación del joven aldeano. Y también conocían que el señor Mam no necesitaba las gafas, porque, como la mayoría de ellos, no sabía leer. Pero eso importaba. ¿Por qué habría de importar? Era su secreto.

Con un estremecimiento Kora rememora la llegada de aquellos hombres. De la noche a la mañana, su pequeña aldea se vio invadida por hombres y mujeres uniformados, que escupían constantemente y hablaban a gritos. Con ellos, desapareció la paz y la armonía. Recuerda cómo, tras los camiones en los que llegaron, caminaban decenas de personas: hombres, mujeres y niños que se arrastraban por el camino, cargando a duras penas con grandes fardos, apoyándose los unos en los otros para poder continuar con la marcha. No se les permitió ayudarles. Nadie pudo acercarse a ellos ni hablarles.

Horas después, congregados frente a la casa comunal, fueron informados de que aquellas personas serían sus nuevos vecinos. Se les dijo que eran gente mala y que eran los culpables de toda su pobreza… pero que sus privilegios ya habían terminado y con ellos no había que tener misericordia. A partir de ese día, todos serían iguales.

Durante mucho tiempo, por las noches, las voces y los gritos acompañaron el descanso de Kora. Muchos de esos hombres, mujeres y niños que llegaban a la aldea, desaparecían de un día para otro, sin que nadie se atreviera a preguntar por ellos. Todo en el pueblo había cambiado, excepto el ritual de cada tarde del señor Mam, que parecía no tener miedo a nada ni a nadie… Él era el único capaz de saltarse las normas.

En la vida, por larga que sea, Kora podrá olvidar el día que desapareció de su pequeña comunidad. Alguno recuerda haberle visto por la mañana temprano caminando al lado de esos hombres uniformados, que le gritaban y empujaban. Dicen que sonreía, mientras cargaba con su libro de cuentos, y que llevaba puestas sus gafas de pasta negra.

Al caer aquella tarde, los niños se reunieron como siempre bajo el árbol. Sentados en el suelo les esperaron durante horas… El señor Mam nunca les había fallado. Como jamás faltaron antes a la cita su padre o su abuelo. Nunca, desde que él podía acordarse, había pasado una sola tarde sin que el aldeano de las gafas de pasta les contara una historia. Las mismas gafas y el mismo libro acompañaron a los niños del pueblo durante 
generaciones. Pero ese día y durante muchos otros, esperaron en vano. El señor Mam había desaparecido. Con él se esfumaron también el libro de grandes dibujos coloreados y los anteojos. Para consolarle, su madre le dijo que le había visto volar sobre el pájaro azul de sus cuentos. Junto a él, escoltándole, marchaban los dragones y los guerreros…

El señor Kora levanta sus lentes y se seca las lágrimas con el dorso de la mano. Por fin alguien llora al señor Mam. Eleva los ojos acuosos al cielo y allí, entre las nubes rojizas del atardecer de Phonm Pehn, distingue una bandada de pájaros azules que se dirigen hacia el sur. Siente la necesidad de escapar, volando con ellos a su aldea.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha encantado la historia del señor Kora y su amigo el cuentacuentos, señor Mam. Si tienes más relatos, anímate a publicarlos.

la abuelita dijo...

Me ha estremcido el relato. Personas como tu son las que llevan la sonrisa tan bonita que tienes al Sr. Mam, Kora...y solo Dios lo sabe.
Pero yo hace mucho tiempo que me di cuenta también.
Te quiero mucho.
Una abuelita llamada Memes