domingo, 12 de diciembre de 2010

Haraya, In Memoriam

Hace unos meses, en mayo, volví a Wukro.
Cada tarde, durante dos semanas, esperé la llegada de Haraya, una persona muy especial, que ocupa un lugar destacado en mi memoria. No conseguí verla. Ni a ella ni a sus hijos Fekere y Rovel. Parece ser que nuestra amiga buscaba en las aguas sagradas una solución milagrosa para lo que no tenía remedio: el virus del VIH se había adueñado de su joven cuerpo y no tenía la menor intención de darle una tregua. La medicina poco podía hacer por ella, pero Haraya ni quería ni podía, abandonar su lucha por la vida. Quizá, si por ella hubiera sido, habría dejado de sufrir hace tiempo, pero sus hijos dependían solo de ella…



Volví a Madrid sintiendo un gran vacío. Me había faltado disfrutar de una de las sonrisas más dulces y bonitas que nunca he visto. A mediados de junio, llegaron las noticias. Un mensaje de Abba Melaku, breve y cargado de dolor: “También los milagros tienen su final. Haraya murió el domingo pasado. No volvió del hospital de Mekelle. Mañana iré a su casa donde tiene lugar el duelo. Me imagino que un buen número de personas llorarán su partida, por poco que se preocuparan de ella durante su enfermedad”.
Hoy, casi medio año después, me he decidido a contaros su historia. Es larga, pero si la leéis hasta el final, Haraya entrará, seguro, a formar parte, también, de vuestra memoria:
Fue una mañana de agosto de 2007 en la que, lo que unos llaman fortuna, otros destino y otros Providencia quiso que pasáramos por delante de su casa. Hailish, uno de los niños del programa de huérfanos, nos había convencido para ir a visitar a su abuela enferma. Sin poder hacer gran cosa para paliar los dolores con que la vejez había regalado a la pobre mujer, emprendimos el regreso a la misión de St. Mary. No habíamos caminado más de 100 o 200 metros, cuando nos llamó una anciana, cuya espalda estaba tan encorvada que, literalmente, andaba doblada en un ángulo de 90 grados. Por señas nos invitaba a pasar a su casa. Era tarde y, educadamente, rechazamos la que, creíamos, era una invitación para degustar un sabroso café etíope. Pero la mujer insistió con la angustia pintada en el rostro. Entramos en la casa más desesperantemente pobre que nunca he visto. Cuando nuestros ojos se habituaron a la oscuridad, descubrimos el porqué de su insistencia: tirada en el suelo sobre un colchón mugriento, yacía, tumbada de lado y con los ojos cerrados, una mujer joven, tan delgada y falta de color, que parecía muerta.
La cara de Sonia, mi amiga médico, reflejó el horror que le produjo lo que vio cuando levantó las mantas costrosas que la cubrían. Marta y yo permanecíamos alejadas, sin atrevernos a mirar, mientras nos describía lo que estaba viendo: la joven tenía una llaga enorme, que ocupaba gran parte de su espalada y dejaba al descubierto el coxis. La única manera de ayudarla era trasladarla al hospital y, para ello, necesitábamos un coche. Como pudimos, con ayuda de Hailish, que nos esperaba fuera, indicamos a la anciana que volveríamos.
Y lo hicimos. Regresamos en unas horas y conseguimos, a duras penas, llevarla al hospital, donde la atendieron en una primera visita, en la que la única que demostró profesionalidad fue Sonia. Llegó después la compra de un sin fin de medicamentos y, por fin, logramos que nuestra nueva amiga se quedase ingresada para recibir tratamiento. Aquella noche fuimos a verla con Abba Melaku. En unas horas, su aspecto había cambiado sustancialmente. Tumbada en la cama, nos regaló por primera vez una de sus preciosas sonrisas. Volvimos con frecuencia y, la última noche, antes de volver a España, la encontramos sentada en la cama comiendo una naranja, acompañada, como siempre, por su madre. Mientras nos despedíamos, no dejó de sonreír un momento. La abrazamos sabiendo que quedaban en las mejores manos: Ángel nos aseguró que se haría cargo de ellas y de sus dos hijos, a quienes aún no conocíamos. Como siempre, hizo suya la causa de los que más sufren.
Durante los dos años siguientes supe de ella por lo que me iba contando Abba Melaku. Unas veces parecía responder bien al tratamiento con antirretrovirales otras, volvían a abrirse las heridas e ingresaba de nuevo en el hospital. En ese tiempo, murió su madre y Haraya quedó sola con su dolor y sus niños.
En el verano de 2009 volvimos a verla. Estaba casi irreconocible. Terriblemente hinchada por la medicación y con la piel tan seca, que parecía cubierta de grandes escamas. Pero la sonrisa seguía siendo la misma, aunque ya no la acompañaba el brillo de los ojos. Su mirada estaba tan muerta como su piel. Todas las mañanas venía a que, a base de masajes con crema hidratante, intentásemos aliviar los horribles picores. No hablaba casi nada, solo sonreía. Mientras, oíamos las risas de Fekere y Rovel, que jugaban fuera. Entonces, al sentir a sus hijos felices, se le iluminaba la cara. Decidimos ser nosotras quienes, desde España, nos hiciéramos cargo de esa pequeña familia. Haraya y sus hijos eran ya algo muy nuestro…
Ya no volví a verla. Al despedirnos de ella, en septiembre de 2009, no podíamos presagiar que nos estaba regalando el último abrazo y la última sonrisa.
Fekere y Rovel han quedado a cargo de su tía y, por empeño de Ángel, que cuidó de su madre hasta el final, forman ahora parte del programa de huérfanos. Espero volver a verlos el próximo año y oír sus risas, otra vez alegres, mientras juegan en el patio.

1 comentario:

galisteo dijo...

Haraya ya forma parte de mi memoria querida amiga. Y espero ansioso tus noticias sobre Fekere y Rovel a la vuelta de tu próximo viaje. ,
Triste historia la de esta mujer y la de tantas otras, que pasan desapercibidas en nuestro primer y primario mundo. Besos.